1972

El agua que cada noche salía por la bañera era canela. Por aquel entonces no existía el marrón, que se inventó unos diez años más tarde, junto con el fucsia, el quisquilla y unos cuantos más. Y era canela de polvo, tierra y suciedad, acumulada a lo largo del día.

Con siete años de edad, quien escribe estas líneas se crió en un pueblo de montaña con otro montón de niños. Normalmente el desayuno duraba treinta segundos y a las 9:00, a más tardar, la carretera, los campos y el monte pasaban a ser nuestros. Armados con bicicletas de doscientos kilos de peso y sin cambios para aliviar la marcha, ahora entiendo por qué parecíamos todos niños desnutridos. Subíamos aquellos trastos a lo alto del lomo, bajábamos al campo de fútbol, recorríamos el pueblo cien veces por día. No volvíamos hasta la noche, salvo que escucháramos el lamento de alguna madre llamándonos a voz en grito desde la azotea, como un eco que alcanzaba lo más recóndito de la montaña en la que estuviéramos en ese momento. Era el móvil de la época. Luego nos quitábamos los picos de las pencas, las astillas de las maderas que robábamos en la carpintería para fabricarnos espadas y nos íbamos a la venta de Nena con un duro. A comprar. Nos veía llegar llenos de mierda, costras de sangre, sudor y mocos y alguno abría la mano y mostraba el duro, lógicamente lleno de tierra y sudor, que ella cogía como si fuese radiactivo. Comprábamos lo único que había: chicles bazooka, con los que hacías unas bombas que al explotar te llenabas de chicle hasta las orejas, y Palotes. El Palote era un arma de destrucción masiva gastronómica, ideada para pegar entre sí todos los órganos internos del ser humano. Mezclado con disolvente y machacado también podía ser utilizado para cerrar agujeros en la pared. Por algún motivo desconocido, en 1972 los menores de 12 años teníamos enzimas digestivas, hoy extintas, que podían disolverlo.

En ocasiones, cuando llegaba un tío generoso de alguno y le regalaba cinco duros, comprábamos el artículo de máximo lujo: el flash. El flash era un líquido, normalmente azul eléctrico o naranja chillón, también radiactivo, que se criogenizaba en un plástico indestructible. Para comerlo (porque eso nos lo comíamos), había que romper el plástico a mordida limpia, y tenía la particularidad de que se disolvía a los 5 segundos.

Luego del festín nos metíamos en alguna cuadra, a echarle de comer a unas vacas que tenían nombre como Clavellina o Majorana. Al salir nos dedicábamos a torturar a algún bicho: cortar rabos a los lagartos, matar pájaros al tormazo (la pedrada también se inventó años más tarde) o quemar hormigas.

El lenguaje entre nosotros era franco y abierto, y con siete años era perfectamente aceptable llamarnos cachocabrón e hijoelagranputa, como expresiones vivas de un sentimiento legítimo, cuando te tiraban una piedra o te daban un patadón jugando a la pelota, actos asimismo perfectamente aceptables.

En aquella época las madres parecieron ponerse de acuerdo para parir machos, que nos juntábamos sin distinción en la calle. Bueno, con la excepción de mi prima, que se crió con nosotros como una salvaje más. Cuando se hizo maestra, tras varios destinos le preguntaron si le importaba ir a un barrio con fama de marginal y conflictivo, a lo que ella contestó con su sonrisa benefactora. Lleva años allí, y a su paso se le cuadran hasta las farolas. Porque mi prima, igual que mis hermanos, resto de primos y de niños que coincidimos allí, creció libre. Salvaje. Y entendimos todos lo que significa ser libre y salvaje.

Significaba abrir el ojo cuando pasaba el guardia, ceder asiento en la guagua a cualquiera con más de 25 años, levantarnos cuando algún profesor entraba en la clase.

Quizá por eso, cuando alguien de estética setentera que ni siquiera estuvo allí, viene hoy a explicarme lo que es la libertad, o a cortármela de algún modo, rememoro aquellos años y lo primero que me sale es ese lenguaje libre y desinhibido que utilizábamos entre nosotros cuando nos daban un patadón. O una pedrada.

Seguramente serán cosas de la edad.

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