APUNTA LAS COSAS…
Por lo visto, allá por mil quinientos y poco, en las costas de Luisiana, un grupo de españoles estaba a punto de morir. Un periplo por costas y tierra sin comida, sin agua, acosados por las flechas envenenadas de los indios que moraban el lugar y que tuvieron que superar más de una emboscada y más de una tormenta. Que perdieron armas, armaduras, herramientas, ropas, barcas. Que vieron cómo sus compañeros perdían la vida. Que ellos mismos habían perdido todo lo perdible, hasta el punto de estar convencidos de que había llegado su hora.
Justo en ese momento, abandonada ya toda esperanza, aparecieron unos indios que los acogieron, les dieron pescado, agua, abrigo y lumbre para las frías noches.
Eran indios Sioux.
El que estaba al mando de aquel grupo de españoles era un tal Álvar Núñez Cabeza de Vaca, que cuando recuperó el resuello y concluyó que no los querían matar, pudo comunicarse con ellos para decirles que estaba desesperado. No porque lo hubiesen perdido todo. No porque muchos compañeros se hubiesen quedado por el camino. No porque no tuviesen ni idea de dónde se encontraban, en un mundo aún por cartografiar. No por nada de eso.
El motivo de su desazón era que el hombre había perdido el diario de a bordo. En sus propias palabras, su “recado de escribir” (13 acepciones tiene la palabra “recado” en nuestro diccionario, nada menos), que había desaparecido en el último naufragio. Un chaval Sioux se metió entre charcos y pantanos y apareció con la bolsa, perfectamente sellada mediante un ingenio que ideó un griego del grupo a tal fin, y los documentos que narraban el viaje se pudieron salvar, para luego convertirse en una novela escrita por el mismo Cabeza de Vaca que había escrito el diario, y de paso en el testimonio de primera mano de lo que realmente ocurrió allí.
Apuntar las cosas, levantar acta, nombrar a un notario para que esté presente, registrar en un registro público. La fe registral, tan presente en nuestro Derecho, tan inamovible, tan básica en nuestras vidas, en las que no importa si perdemos un papel, que mientras esté en un registro público, tenemos la tranquilidad de que alguien vela por nuestro despiste, o por el de nuestros antepasados, y en algún momento podemos sacar copia de lo sucedido en un tiempo que ya pasó. Es parte de nuestra idiosincrasia, lo llevamos en los genes. Apuntarlo todo.
Y todo va saliendo a la luz, poco a poco. Las leyendas dejan de serlo cuando alguien que estuvo allí lo cuenta ante testigos, y otro alguien lo apunta, y otro alguien lo graba y lo conserva.
Y lo que estamos averiguando, poco a poco, es que ha habido tipos en nuestro pasado que son de leyenda, pero de verdad. Que fueron grandes, valientes, buenos en su ignorancia, que descubrieron lugares, que forjaron alianzas, que establecieron conexiones imposibles. Que se enfrentaron a todo y que lo perdieron todo.
Menos lo que habían apuntado.
Hoy podemos revivir esas historias y asombrarnos de que no somos descendientes de monstruos, sino de hombres y mujeres que intentaron lo mejor que supieron para una época oscura que ellos ayudaron a aclarar.
Lo tenemos todo apuntado. Está todo ahí, a la mano. Ahora necesitamos gente que sepa contarlo. Cuentacuentos.
O cuentistas, como prefiera usted.
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