EL ARROYO (II)
Miro a mi alrededor y no puedo evitar suspirar. La verdad es que llevo toda la vida remando contracorriente. Cuando al fin conseguí este trabajo respiré aliviada. Pasar a formar parte del cuerpo de funcionarios de mi país es un orgullo. Pero sobre todo, es un alivio. Hoy sé que nunca faltará comida a la mesa. Ni tampoco un techo bajo el que vivir. Me lo he ganado. Pero no siempre fue así. Cuando pequeña nunca tuve problemas personales, porque mi capacidad intelectual me permitía sortear los obstáculos que me ponían delante, y que se traducían en notas suficientemente altas como para que en casa me dejaran tranquila. Pero mi hermano mayor no tuvo tanta suerte. No entendía las cosas, tenía problemas para concentrarse. Y además era débil. Con frecuencia observaba cómo los abusadores le increpaban en el patio del colegio de forma inclemente. Hasta que un día me harté y me puse a dar hostias. Mi hermano es un ángel de cielo, pero no está preparado para este mundo. Así que las hostias que yo daba le ayudaban a abrirse camino en un planeta que nunca ha terminado de entender. Con el tiempo me di cuenta que dar hostias no es muy buen sistema para abrir camino. Porque no todo el mundo es un abusador. Y no todos los abusadores entran en vereda a base de hostias. No pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta de que un buen argumento, una buena disposición, la determinación, la actitud…, todas esas cosas, eran más efectivas que dar una trompada. Aprendí la lección y me puse a ello. Llegué al final. Terminé mis estudios y miré a los lados para comprobar que en casa las cosas no estaban mucho mejor. Mi padre desempleado, mi madre trabajando de sol a sol por un salario mísero. En casa siempre faltó de todo, y nosotros lo percibíamos. Así que me planteé que era necesario ponerse en serio a buscar lo único que esta sociedad entiende y acepta sin más explicaciones. El dinero. Estudié, entrené, abandoné todo ocio para centrarme en la puerta que se me había abierto: ser policía. Lo logré. Y aquí estoy, con mis compañeros. Me han enviado a un lugar donde hay problemas, para que nosotros calmemos las aguas. Veo que vuela un ladrillo. Y luego una piedra. Algunos tienen palos. Otros, botellas. Las diferencias étnicas no parecen entenderse muy bien. Nos mandan a nosotros porque todo lo demás ha fallado. Somos la última línea de defensa de esta sociedad, por lo que veo. Así que me temo que voy a tener que entrar a dar hostias una vez más, porque en una situación así las palabras no creo que sean muy efectivas. No las entenderían. Tampoco sabría qué decir. Seguramente ellos tienen sus motivos. Pero yo tengo los míos. Entre ellos, mil cuatrocientos cincuenta euros que cobro al final de cada mes son mis motivos. No es mucho. Sé que hay otros que ganan mucho más, pero no voy a permitir que dejen de entrar en la cuenta corriente, porque es lo que tengo. Tal vez mañana las cosas sean diferentes. Pero los ladrillos siguen volando, y la gente se está haciendo daño. Miro a mis compañeros y todos suspiramos. Y echamos las comisuras de los labios hacia el suelo. Me pongo el casco y me preparo.
Mi vida siempre ha sido una lucha contra el arroyo, siempre a contracorriente. Y hoy tendremos que solucionar el conflicto a base de leña.
Espero que alguien con poder se dé cuenta de que las cosas no pueden seguir así.
Que no podemos resolver las cosas a base de hostias, joder.
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