REMOLINOS
Observa a esa pequeña hormiguita,
ese pequeño ser… ¡está vivo!
Esa hormiguita, ¡está viva!
…
Hay que matarla…
(Les Luthiers, El Sendero de Warren Sánchez)
La superficie de agua inmaculada permanecía en una quietud casi absoluta, a no ser por el breve remolino que se formaba en uno de los laterales, consecuencia de algún procedimiento de filtrado que se escapa al entendimiento de quien escribe. No era un remolino muy grande. Apenas perceptible, su comportamiento resultaba silencioso, discreto. Cumplía su función, por mi ignorada, intentando no romper la perfección del cristalino estanque en que habitaba.
Sobre este, una buganvilla reinaba con descaro. Se asomaba al agua, se peinaba al viento y miraba a un lado y al otro desafiante, conocedora como era de que no había otras más bella. Uno de sus hijos, un pétalo rebelde, más bien rebenque, aprovechó una ligera brisa de aire para montarse en ella y cabalgarla libremente, ante la mirada de reproche de su progenitora. Tras un periplo errático, un tanto azaroso, sin duda divertido, el pétalo acabó en el agua, junto al pequeño remolino, que lo atraía, pero no lo suficiente como para engullirlo. En consecuencia, uno bailaba alrededor del otro en una danza imposible donde nunca llegaban a tocarse.
Pensé en la física. En la gravedad. En la atracción. En la masa. En la velocidad, y en todas esas clases que un día me impartieron y que seguramente explicaban por qué pétalo y remolino permanecían a una discreta distancia que se acrecentaba, o se minimizaba, pero nunca desaparecía del todo. Pensé que, tal vez, cientos de años antes, quizá más de mil, alguien habría observado algo similar a lo que yo mismo veía en ese momento. Y me convencí de que seguramente hubiese razonado acerca de ello, para luego escribir alguna teoría descriptiva de la misma. Luego otro la habría perfeccionado, y luego los niños la aprenderían en la escuela, y estos no se sorprenderían por el hecho de que un pétalo baile con un pequeño remolino. Es posible que ese niño, o niña, creciera apreciando la belleza de la danza en sí misma, para pintarla en un cuadro, o componer una canción, tal vez para imitarla en un teatro. Es posible que no, que para alguien fuera el gatillo para profundizar en dichos conocimientos e ir más allá. Y que sus estudios le permitirían comprender el espacio, y las estrellas, y las órbitas, y los planetas. Y seguramente se desarrollaría su conocimiento en alguna escuela donde otros niños aprendieran medicina, astronomía, física, agricultura, pintura, música y cosas así.
Un solícito camarero, políglota y armado con una sonrisa de dentífrico, pasó por mi mesa y me preguntó si todo estaba a mi gusto. Miré mi plato con huevos revueltos, algo de salmón, tomate, mi zumo de naranja recién exprimido y mi café, y concluí que, efectivamente, todo estaba perfecto. Y le respondí que sí, claro.
Desde mi mundo perfecto de rigor jurídico, de seguridad alimentaria, de sanidad y educación universales, de información libre, de libertad de pensamiento y de obra, leo los periódicos en algún dispositivo digital, y veo cómo en algún lugar hay personas, familias, pueblos enteros, que han sido trabajadores nuestros y que no han podido acceder a un avión. Y que el fracaso de eso que llamamos occidente se pasa a medir en vidas que se pierden, en trayectorias personales que se truncan, en proyectos que nunca serán. En esperanzas vanas, que se esfuman en el aire. El mismo aire que un día puede servir para que un pétalo de una buganvilla se zafe de las influencias maternas para vivir su propio remolino. Pero que otro día se puede convertir en un torbellino que engulle todo lo que haya a su alrededor, ignorante de que hace años, muchos años, alguien se había tomado el tiempo necesario para describirlo, enseñarlo a los niños y desarrollar eso que llamamos ciencia.
Hoy nos sobra el tiempo, pero para otros no hay tiempo. No hay espacio. No hay aire. No hay nada. El torbellino de la destrucción, de la incomprensión, de la barbarie, lo absorbe todo, y vemos un tanto frustrados cómo nos han quitado la escalera de nuestros pies, dejándonos en nuestro mundo perfecto agarrados a la brocha y con cara de pollabobas.
El mundo cambia sin cesar, pero el mundo no cambia. Es una lucha permanente entre el baile del pétalo con el pequeño remolino y el torbellino que se viene arriba, que todo lo puede. Que no atiende a razones.
Es un torbellino que, por algún motivo que al menos yo ignoro, de repente se junta en las mentes de tantos cual colmena, y que observa a las hormigas que se afanan en observar una bella lámina de agua remansada, y unos pétalos flotantes que bailan con pequeños remolinos.
Hay que matarlas…
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