RELATOS
Lo recuerdo como si fuera ayer. Y han pasado… no sé. ¿Cuarenta años? En algunos casos, incluso más. Cada día salía a quitar la nieve de la entrada del coche. Era mi tarea. Bueno, una de ellas. Luego, cuando llegaba a la carretera me esperaba el buzón de correos, ese tan cuqui que parece un nido de pájaro sobre un palo, con una puerta en el frente y una banderita en el lateral. Solía llegar una carta cada quince o veinte días. Mi padre, un amigo, otro amigo, la novieta… enviaban cartas de varios folios. A veces incluían recortes de periódico y a veces incluso fotos. Ya cuando llegaba una foto me tiraba media hora mirándola, observando todos los detalles. Si eran unos cuantos amigotes en una chuletada me fijaba hasta en las plantas que había en el rincón del monte en el que se ponían. Fue con uno de esos recortes de periódico que me enteré que Felipe González había ganado las elecciones con 202 escaños, por cierto. 1982.
Yo estudiaba en casalcarajo, para los estándares de la época, y la llegada de una carta era una especie de paréntesis que momentáneamente me transportaba a otro lugar, con otras costumbres, con otras gentes. Ponía la mente en “modo Tenerife”, leía en español, me descojonaba con las ocurrencias de los colgados de mis amigos, sentía morriña un rato y luego guardaba la carta. Hasta dentro de quince días. O veinte.
Y a otra cosa.
En esa época, la formación de un individuo se desarrollaba al ritmo en que llegaban las cartas. La mayor parte del tiempo estaba uno en la realidad que lo rodeaba, que pudiera ser esta más o menos entretenida, más o menos dura en función el lugar, época del año o circunstancias. Pero la realidad se imponía frente a esos pocos momentos íntimos, muy señalados, en los que leías una carta… o la escribías.
Todos los restantes momentos eran para conectar con el entorno. Para entenderlo. Para asumirlo y, por qué no, para cambiarlo también. Al ritmo del avión, de la guagua, del teléfono fijo, de la carta manuscrita.
Cien años antes, tal vez la formación del individuo se desarrollara a otro ritmo. Quizá al del barco de vapor, al del telegrama, al del caballo, al del carro. Otro ritmo. Más pausado, más reposado.
Sea como sea, tanto mi generación, hace cuarenta o cincuenta años, como las anteriores, cien años, ciento cincuenta, doscientos, se caracterizaban por tener algunos momentos estelares, como cuando recibías una carta, y muchos momentos de tedio, en los que tenías que buscar qué hacer. O en el que sabías lo que había de hacerse, pero solía ser algo tedioso, cuando no penoso.
Lo cierto es siempre he pensado que la capacidad para pensar, para hacer, para no hacer, para razonar, tiene mucho que ver con el tiempo. Y tal vez sea el tiempo el bien menos valorado en la vida del hombre. Lo era hace doscientos años, hace cien, hace cincuenta y también hoy. Pero en cada periodo con sus características.
Hace doscientos años, la clase media era una quimera. Había nobles, terratenientes, algunas profesiones liberales y trabajadores. Y clero, claro, pero yo hablaré de todos los demás.
Porque todos los demás sabían cuál era su sitio en todo momento. El obrero, el capataz, el empresario, el noble, el rey, o la reina.
Y en general, los trabajadores lo que han hecho es eso: trabajar. Todo el día. Para servir a alguien y, de paso, para que pudiesen mantenerse a sí mismos, claro. Si no, los pobres serían inmensa mayoría, algo muy poco práctico.
En su día mantuvimos la discusión de la producción, de la productividad, del beneficio, del reparto, del liberalismo, del socialismo y de todas esas cosas, durante prácticamente cinco generaciones, y me temo que ese debate llega ahora a su fin. Trabajamos mucho, pensamos en la jubilación como algo lejano y nos centramos en producir, en mejorar y en crecer. Tal vez la última generación de la Revolución Industrial sea la mía, que voy para los sesenta. Los boomers, que en dialecto de mis hijos son esos que no nos enteramos de nada, pero que hemos vivido en eso que se llama clase media.
Pero, efectivamente, no nos hemos enterado de nada, porque a mis amigos los están prejubilando a marchas forzadas tras treinta y cinco años cotizando y ahora nos vienen a contar que la Seguridad Social no tiene perras para las pensiones y no sé qué más cosas.
Pues veremos qué pasa.
Sea como sea, las generaciones que han seguido a partir de entonces se caracterizan por no tener tiempo, igual que las anteriores, pero en este caso no es necesariamente por tener que trabajar de sol a sol, como hemos hecho las anteriores generaciones salvo algunos privilegiados, sino porque son tantas las distracciones creadas para que estemos entretenidos, que podemos pasarnos mirando una pantallita todo el día y no repetir materia. Y como la interacción con los amigos es una realidad, podemos pasarnos el día con todos los amigos viendo pelis, jugando a videojuegos o simplemente alegando aunque cada uno esté en su casa. Y nos pensamos que estamos socializando. Y tal vez sea así, no lo sé.
En cualquier caso, decía Bauman que hoy en día a la gente se le clasifica entre consumidores y no consumidores. Y que, por tanto, ya no se asocia necesariamente capacidad de consumo con tener un empleo.
Interpreta de ello quien les escribe que hay gente que no trabaja, pero consume, luego son personas perfectamente integradas en la sociedad. Simultáneamente, hay gente que trabaja, pero no gana suficientemente como para consumir al nivel aceptable, y serán considerados como nuevos pobres o, dicho de otro modo, personas no integradas correctamente en la sociedad.
Pero a pesar de los discursos, aquí no parece cambiar nada. Observamos cómo en algunos países con los que pretendemos homologarnos, el paro no pasa del 3%, mientras que en España no hay forma de bajarlo del 15% en el mejor de los casos. Y normalmente pasa del 20%. Y casi mejor no hablar de eso que se llama el umbral de la pobreza. Nos queremos creer el cuentito de que hay que pagar más impuestos para que todo mejore, como si pagando más impuestos se fuera a crear empleo y riqueza. Nos hablan de reparto y de todas esas cosas, y mientras tanto la deuda del país se va al 120% del PIB, el déficit sube del 10%, el paro… pues ya sabemos. Como país sobrevivimos gracias a que estamos enchufados al Banco Central Europeo. Ideologías aparte, me pregunto si hay alguien en casa.
O, dicho de otro modo…
Si para sobrevivir como empresarios hemos de competir con empresas europeas al mismo nivel que ellas o, por qué no, si mi gobierno, o mi Estado, me exige a mí homologarme con un europeo medio en formación, tecnificación y demás, ¿por qué el mismo gobierno (o Estado) no se lo exige a sí mismo también? ¿Por qué mi gobierno no se exige lo mismo que el danés, que el británico, que el alemán, que el belga? O sea, un 3% de paro, por poner un caso. Subir el SMI, pero no tanto generar dinero para pagarlo. Sin embargo, un Nobel ha sido entregado a quien afirma que el SMI no incide en el paro se ha convertido en una coartada. Puede ser verdad, pero claro, si pensamos que el paro, SMI y demás cuestiones aparte, viene siendo un problema estructural desde mediados de los años 80 en España… Digo yo que ya vale. Suban el SMI hasta donde quieran, pero, ¿y del paro que fue?
Porque nos han contado muchas cosas, muchísimas, acerca de saber idiomas, aprender Excel, estar conectados, de cursar másteres, de sumarnos a las tecnologías de la información, de ser competitivos. Pero al final todo se resume en que hemos de crear las condiciones para que alguien traiga capital del exterior.
Nosotros, incapaces de resolver los problemas propios, no nos damos cuenta de que un país no se compone de buenos y malos. Hay quien tiene capital, y eso no debería ser malo. Hay quien sabe cosas, y eso no debería ser malo. Hay quien puede hacer cosas, y eso no debería ser malo.
Pero da la impresión de que si uno está en uno de los tres grupos, observa a los demás como si fuese enemigos. Es como si las velas echasen la culpa al casco, o si el timón echa la culpa al ancla. Son todo partes del mismo barco, y todo debe ser utilizado apropiadamente.
La formación del individuo pasa por la formación propia, pero también por trabajar. Por trabajar, pero también por parar, por conectar con el entorno, por asimilarlo, por influirlo…
Y, por qué no, por cambiarlo.
No creo necesario mirarnos en el espejo de otros. Precisamente, cuando hemos hecho algo grande ha sido cuando hemos mirado al interior, y no al exterior.
No fomentar la creación de capital, de crecimiento empresarial, de creatividad, de formación de capital, de riqueza, trae como consecuencia que los españoles seamos los trabajadores necesarios de empresas multinacionales, o transnacionales, con dirección social fuera de España. Sin tiempo para pensar, sin capital para crear, sin recursos para consumir, sin ganas de crecer. Sin fuerzas para nada. Camino de ser el último eslabón social de esa macronación que cada día está más cerca, y que se llama Europa.
Sigan con el cuentito de que el problema es que pagamos pocos impuestos.
Sigan desincentivando la inversión, el crecimiento y el beneficio.
Sigan pensando que un empresario es alguien que supone un problema… cuando pueden ser la solución a muchos de ellos.
Tanta serie de televisión y tanto videojuego terminará por atontarnos.
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