SAUDADE

Ella con un vestido de flores y él con camisa hawaiana y bermudas, se comían a besos en la morería de Lisboa. Tal vez fuera mejor decir que se comieron mutuamente en un beso interminable que se dieron junto a la calle donde pasaban vehículos sin parar, en un trozo de acera de aproximadamente cuarenta centímetros de ancho, entre la calle y sobre un sinfín de escaleras que bajaban, o subían, para encontrarse en una especie de patio cuesta abajo junto un muro donde había pintado un mural de alguna cantante de fados y un tipo tocando la guitarra. Al otro lado, más escaleras que terminaban en la carretera, y bajo los árboles un montón de gente bebiendo a morro, fumado vaya usted a saber qué y apalancados mientras la fiesta iba a su rollo.

Sea como sea, cuando hace algunos años fui a Budapest, me dijo un amigo que esa ciudad es el resultado de una noche loca que pasaron París y Lisboa. Es el hijo de las dos. No lo entendí. Hoy lo entiendo. A la magnificencia de París (de la cual no es ajena Lisboa) le añades barrios que están hechos como si cogieras las calles y las tiraras de cualquier manera y así, como mismo caigan, cayeron. Le metes bares y peña de todas partes y eso es Lisboa.

Lisboa en estado puro.

Allí la paleta de colores se reinventa. Imagina una peña de gente cuyos colores van del blanco lechoso brillante hasta el negro “noche sin luna” oscuro. En medio, de todo. Blanco salmonete, blanco medio tiznado, blanco pecoso, moreno de temporada, mulato, verdoso, azulón, negro claro, negro tiznado, negro retinto… Pues todos esos colores conviven el Lisboa tranquilamente en una macedonia humana que yo jamás había visto, y que hablan todos los idiomas del planeta y, seguramente, alguno que otro de alguna que otra galaxia muy, muy lejana.

La cosa fue que tras no pocos avatares con cartagineses, romanos, suevos, visigodos, árabes y tal, en 1139, un tal Alfonso Henriques pegó un envido y declaró la independencia. Los demás lo nombraron rey.

No, mirabel.

Desde entonces existe Portugal. Ya ha llovido. Su nombre no está muy claro de dónde viene. Dicen unos que de Porto Cale, puerto de origen cercano a la actual Oporto. Otros que si viene de “Kalles”, término griego que me han dicho que significa “bonito”, por la belleza del valle del Duero…

Sea como sea, allí por la misma calle pasan tranvías, guaguas, coches, motos, patines de esos eléctricos, gente caminando…, y todavía se preocupan de evitar las piernas de los que se sientan a la vera de los cafés, como un servidor solía.

Hay diferencia entre la gente educada y la gente buena. En el primer grupo, la educación actúa como ese proceso mediante el cual se imbuyen determinados principios de convivencia. Sin embargo, a la gente buena no tienes que explicarles nada. Con un guiño, desde el coche, te dan paso a pesar de que el nota llega al cruce antes que tú, pero no tiene prisa y prefiere hacerlo así.

Bueno, pues la gente de Lisboa además de buenos, son educados. Su historia los avala, su presente los valida.

Por supuesto, hay una Lisboa, y un Portugal, que está asaltando la modernidad a cada día que pasa. No en vano, multitud de empresas se instalan allí, desarrollan una actividad económica frenética y se percibe que el centro de Lisboa es hoy un frenesí de restauración de edificios emblemáticos como no he visto en otro lado.

Pero el detalle de la convivencia de ese “crisol de razas”, que dirían los viejunos hace sesenta o setenta años en España, de ese “modelo de convivencia ejemplar”, que se diría en un discurso más actualizado, o de esa “integración social sin ambages”, que diría un cursi, es lo que ves en la calle cada día que paseas por allí.

El país es de traca. Su gente, ejemplar. Un modelo a observar y sobre el que meditar, un pueblo viejo que crece, pero que no renuncia a la “saudade” como la filosofía de vida que lo impregna todo.

Tal vez en otros lares estemos yendo demasiado rápido en conquistar nuevas fronteras de la convivencia sin darnos cuenta de que la modernidad no es incompatible con dejar pasar al peatón, o sonreír al que tiene las patas en medio de la calle para que las encoja y poder pasar.

Aquello no tiene desperdicio, compadre.

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