ARMAS DE MUJER

Si vieron la peli cuando salió seguro que peinan canas hace algunos años ya. Si no la vieron, véanla. Sí, es una especie de cuento de hadas de finales de los ochenta, con yuppies, pelos cardados y música pop sencillota. El argumento central es el de una mujer anónima que ama su trabajo y tiene una idea brillante que nadie quiere escuchar.
 
Y tiene una escena que me ha venido a la cabeza recientemente.
 
En una imponente sala de conferencias, un grupo de prominentes hombres de negocios estaba a punto de firmar una fusión de dos empresas, y el discurso preliminar por parte del director de la operación, que se refiere a esa mujer, fue algo así:
 
“En cierta ocasión, un camión iba con su carga por la autopista, y cuando se dispone a atravesar un túnel queda atascado en su interior. Imposible sacarlo hacia delante o hacia atrás. Se forma una cola enorme y todos los presentes tratan de buscar soluciones para sacar el camión del túnel, pero ninguna de las opciones era viable. Una niña que había en uno de los coches se atreve a sugerir lo siguiente:
–¿Por qué no deshinchan las ruedas un poco, de forma que el camión descienda hasta una altura que permita que se vuelva a mover y así lo sacan?
 
Y de esta forma, una inocente niña aportó la solución a un problema complejo, porque fue capaz de ver lo que no habían visto los demás. Deshincharon las ruedas un poco, el camión descendió unos centímetros y pudieron sacarlo del túnel.”
 
El corolario de la historia: valga como ejemplo de que, a veces, sólo hay que deshinchar un poco las expectativas particulares de todo el mundo para que una solución aparezca.
 
Una humilde investigadora, abandonó su Hungría natal en los tiempos en que Hungría era comunista cuando obtuvo una beca de investigación en Estados Unidos. En aquellos tiempos –corrían los primeros años de la década de los noventa–, la moda era la investigación genética. Se creía que la modificación genética sería la panacea para acabar con multitud de enfermedades, lo que tras mucho dinero gastado se reveló como un error, pues era técnicamente difícil, caro y, sobre todo, la modificación genética conducía a problemas hasta entonces inexistentes.
 
Esta científica llegó a la conclusión de que el poderoso ADN, la molécula que contiene la clave de nuestros respectivos seres, debe permanecer inmutable. Pero se fijó en el aparentemente enclenque ARN, que es otra molécula, más débil, más inestable pero con la capacidad de copiar las instrucciones precisas del ADN y transferirlas para que se elaboren las proteínas deseadas en los ribosomas.
¿Y si damos al ARN las instrucciones adecuadas? planteó la mujer.
 
De esta forma propuso que una vacuna podría transportar en su interior las instrucciones para que produzcan las proteínas de las espículas del virus, (esos pinchos que tiene el virus para acceder al interior de las células y formar un follón de cuidado). Pero sólo las espículas, es decir, los pinchos. Que una vez liberados, el cuerpo los reconoce como elementos extraños y se entrena para eliminarlos. De esta forma, cuando el virus de verdad llega a nuestro cuerpo, se encuentre allí con la caballería armada y lista para disparar. Como cuando los orcos llegaron al abismo de Helm y los pasaron por la piedra.
 
Treinta años estuvo la mujer clamando en el desierto hasta que los servicios sanitarios se colapsaron por la Covid-19 y alguien pensó que a lo mejor lo que ella propuso tenía sentido.
 
Todo esto me lo explica un amigo médico entre vinos y queso, al que bombardeé a preguntas porque yo soy un profano total. Por lo visto esto puede ser la puerta para el fin de más de una enfermedad de pronóstico reservado.
 
La investigadora húngara se llama Katalin Karikó. Tiene 65 tacos, sigue conduciendo un coche medio cochambroso y viviendo discretamente a pesar de ser hoy vicepresidenta de una de las empresas que nos van a pinchar a todos. Sospecho que sus armas, las de esta mujer, han sido la paciencia, la constancia, la tenacidad, la discreción, el trabajo y, cómo no, la brillantez. Fue a ella a quien se le ocurrió sacar un poco de aire a las ruedas del camión, y gracias a eso parece que hoy vemos luz al final del túnel.
 
No sabemos (al menos yo no sé) qué habrá al otro lado del túnel. Pero de momento su nombre, junto al del único fulano que apostó por su idea, un tal Weissmann, suenan para el Nobel.
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