JUNCO
Mi mujer y yo construimos nuestra casa con 30 años. No teníamos dinero, así que la pedimos por correo. De madera, baratita. Vino en un contenedor, y la montamos con un par de carpinteros. Ahí sigue. Nadie daba un duro por ella. Cuatro palos, dos tableros, un par de clavos aquí y allá. Y asfalto en el techo.
El maestro que nos construía el muro de cerramiento, de hormigón ciclópeo de metro de espesor, con piedras, hormigón, pilares y demás, miraba cómo subíamos los palos para formar la casa, vigas, cerchas y demás. Sentado sobre el muro que él mismo construía, torcía el gesto y me decía: “yo no creo en eso. Yo creo en esto…” y daba un par de puñetazos sobre el imponente muro, como la expresión de solidez y de permanencia que, a su juicio, el resto de la casa no tenía.
La casa se terminó, y un par de años pasaron. Frío lagunero en invierno, agua, humedad. Calor sofocante en verano. El mazapé del subsuelo se expandía y se contraía en función de la cantidad de agua. Poco a poco comenzó a empujarlo todo a su alrededor, y no pasó demasiado tiempo antes de que viéramos las primeras grietas en el muro que el maestro había construido. La fuerza de las arcillas expansivas empujaba el todopoderoso muro en invierno, cuando estas daban de sí al máximo. En verano, por la falta de humedad, se contraían, para volver a expandirse al siguiente invierno cuando el agua regresaba de nuevo.
El muro se inclinó poco a poco, hasta que no pudo aguantar más.
Tuvimos que tirarlo. Cuando cayó, cayó a plomo. La casa quedó sola, sin muros de protección a su alrededor. Suspendida en el aire, como si flotara. La mirábamos espantados, pensando que todo lo que habíamos construido, nuestros esfuerzos, nuestras ilusiones, se venían abajo.
Como ocurrió con los muros del invencible hormigón ciclópeo, que tuvimos que construir de nuevo.
Pero la casa no tuvo ni una grieta, porque sus cimientos habían sido construidos de acuerdo con los principios elementales de un suelo así, con piedra seca, viva, sin rellenar. Con huecos y holguras, para que cuando el invierno traía la humedad, las arcillas crecieran a placer y entraran en dichos huecos, y se contrajeran en verano, dejando los huecos de nuevo libres para el siguiente invierno.
Tuvimos que cambiar los muros de cerramiento, pero nuestra casa aguantó, porque sus cimientos eran los apropiados.
No hubo Delta, invierno de agua, verano asfixiante o inclemencia que la moviera.
Como el junco, se adaptó a todo lo que le vino encima. Y aunque las grietas aparecieran en los muros exteriores, aunque estos terminaran por ser derrotados, en contra de lo que pensaba el maestro constructor, aunque tuviéramos que construirlos de nuevo de acuerdo con los nuevos requerimientos, nuestro hogar quedó incólume.
Mi mujer y yo construimos nuestra casa con 30 años. Entonces no lo sabíamos, pero hoy sabemos lo importante que son unos buenos cimientos.
Lo demás no importa. El resto ha de comportarse como el junco que se mueve con el viento, que acepta las inclemencias naturales como un elemento cotidiano más, que ha de integrarse en nuestras vidas como algo inevitable.
Porque las inclemencias siempre estarán ahí.
Pero uno ha de ser como el junco.
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