SABER LO QUE SE SABE

En 1922 Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamon.

Ese mismo año, Hermann Hesse publicó la obra Siddhartha.

Dos hechos notables, a punto de cumplirse el siglo.

Empezando por el segundo, cuando preguntan a Siddhartha acerca de sus capacidades, este contestó que sabía “pensar, ayunar y esperar”. El autor decidió resumir en estas tres virtudes lo que para él constituía la esencia del ser humano.

Algo premonitorio, me atrevo a decir.

Hoy, un siglo más tarde, este relato resume sus percepciones en su viaje iniciático con el budismo. Y me parecen de los más oportunas.

A través de su personaje, estas tres lecciones iban unidas por otra esencial, clave para las anteriores. Vivir el momento lo más plenamente que seamos capaces.

Hoy sabemos que centrarse en exceso en el pasado puede provocar depresión, y hacerlo en el futuro, ansiedad. Tal vez tanto antidepresivo y ansiolítico haya provocado que, de algún modo, esta sociedad se haya olvidado de pensar, de ayunar y de esperar.

No hemos de entender “ayunar” en sentido literal. Uno puede ayunar de escuchar la radio, de leer periódicos, de escuchar imbéciles, de ganar dinero y, por qué no, inflarse a chorizos también.

El ayuno es, tal y como yo lo veo, la renuncia. Conseguir cosas implica renunciar a cosas. Por ejemplo, si quieres dinero renuncias al tiempo, si quieres tiempo renuncias al dinero. Si quieres pensar tienes que apagar la tele. O el móvil. O la tablet.

Cosas así.

El problema es que no nos damos cuenta de que mientras revisamos el pasado para hacer informes explicativos de qué fue lo que falló, mientras realizamos previsiones de futuro y proyectamos nuestra voluntad en forma de intenciones, proyectos, financiaciones y objetivos concretos, en ocasiones nos olvidamos que el futuro es futuro, que el pasado ya pasó, y de que a ambos hay que dedicarles el tiempo que les corresponde. Que no es cero, pero que tampoco es todo. Porque hoy ponemos los cimientos del mañana, nos guste o no.

Cuando Howard Carter accedió a la tumba de Tutankamón, más o menos al tiempo que Hermann Hesse nos explicaba todo esto, el explorador observó asombrado cómo el faraón lo tenía todo planeado. Lo acompañaban vestidos, comida, bebida, sirvientes, espadas, tronos, las coronas que lo acreditaban como monarca. Elementos cuidadosamente planificados para un futuro que nunca ocurrió, pero que en el momento de su enterramiento eran indiscutibles.

Tal vez si Tutankamon hubiese leído a Hesse habría planificado las cosas de otro modo. Porque tal vez hubiese aprendido a pensar, una de las lecciones de Siddhartha. A pensar que, quizá, debería haber ayunado en su afán de trasladar a otro mundo las riquezas de este, tras averiguar que la plenitud personal no es equivalente al saldo de la cuenta corriente. Que no hay transferencias electrónicas al más allá, ni tampoco barqueros que lleven riquezas a través de la Laguna Estigia. Que más bien es lo que creces en esta vida, lo que entregas a los demás y lo que disfrutas del momento, por muy anodino que parezca, la mayores riquezas que, por andar siempre contigo, te acompañarán donde vayas.

Quizá también al más allá.

Pero no se apuren. Incluso un alma pura como la de Teresa de Ávila hizo gala de su ansiedad por el futuro cuando escribió aquello de:

 

¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.

 

Teresa de Ávila que, por cierto, es santa desde 1622. Cuatrocientos años el año próximo.

Los demás mortales, para averiguar si Hesse estaba en lo cierto, tendremos que volver a las enseñanzas de Siddhartha.

Tendremos que esperar.

 

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