Sospechosos habituales

La primera vez que maté a un tipo tuve una revelación. Entiéndase matar desde un punto de vista literario, claro está, no en la vida real. Pues bien, la revelación consistió en la toma de conciencia de que, simplemente, podía hacerlo. Lo maté, me quedé quieto, miré a mi alrededor y no pasó nada. Nada. Cojonudo. Entonces maté a otro, le puse los cuernos a uno que me caía mal, arruiné a otro, hice rico a un don Nadie y logré que el feo del grupo se ligara a un pibón que lo flipas.

Es lo que tiene escribir, puedes hacer lo que te da la gana, más o menos, y nadie te dice nada, porque eres el puto amo. Allí mandas tú.

Para mí, que soy asesor fiscal de profesión, aquello fue una catarsis liberadora difícil de explicar. Verán, un asesor fiscal es un tipo (o tipa) que vive dentro de un tubo, cuyas paredes están construidas de obligaciones fiscales, contables, registrales, con obligatoria observancia de normas mercantiles, civiles… penales. Vives permanentemente entre la grandilocuencia de la normativa, de los criterios de los autores, de la opinión de los jueces puesta por escrito en forma de jurisprudencia y tu cliente, que no entiende nada. Ese cliente ha de entrar en ese tubo, donde tú lo estás esperando para tomarlo de la mano y conducirlo a través de él. Le explicas que no puede tocar las paredes del tubo, porque están electrificadas, y se puede dar un calambrazo, como mínimo. A veces te hacen caso. A veces no. La dificultad es creciente ya que, a medida que avanzas por su interior te das cuenta de que tiene una estructura cambiante, y que en muchos tramos está mal iluminado, con piedras colocadas de forma estratégica en el suelo, perfectas para tropezarte. Entonces has de andar a tientas, intuyendo cuál ha de ser el siguiente paso, ayudado de tu experiencia, de tu pericia y, por supuesto, de otros habitantes de ese tubo que están en la misma situación que tú. De otros asesores que se encuentran en tu mismo lugar, y cuya solidaridad con los demás es algo digno de estudio.

Sin embargo, cuando escribes, cuando te conviertes en novelista, el tubo desaparece, y tú creas tu propio universo, estableces tus reglas, premias, castigas y diriges a tu antojo.

Todo un lujo para un asesor fiscal.

Yo ya no ejerzo. Por eso, cuando un grupo de asesores fiscales me invitó a presentar mi última novela en una convención reciente, me sentí muy honrado. Me reencontré con compañeros de profesión que me contaron cómo todo se ha complicado sobremanera. Cómo cada año la Administración da una vuelta de tuerca, a una tuerca que cualquier día se pasa de rosca, porque los asesores no pueden con esta Administración, que los trata como a sospechosos habituales. Algunos compañeros imputados en casos de presunto fraude así lo atestiguan. “Colaboradores necesarios”, es el calificativo utilizado por una Administración que antes respetaba un poco la labor de unos profesionales a los que muchas veces sus propios clientes no hacen caso, que se devanan los sesos para hacer las cosas bien, y que con frecuencia no entienden qué coño quiere esta Administración opresora y discrecional, que cada día que pasa se aleja más de la justicia tributaria, y que cada día legisla peor.

Sí, somos colaboradores necesarios. Pero necesarios para los propósitos de la Administración, que descarga en nosotros la labor de elaboración y suministro de información, de recaudación, de supervisión y, últimamente, labor de investigadores y policías por cuenta propia, con la fiscalía vigilando permanentemente por si no denuncian a cualquiera que, desde su punto de vista y a menudo con criterios de total discrecionalidad, son denunciables.

Por eso estoy pensando en escribir una historia donde los asesores fiscales se ponen en huelga. Además, en los meses de mayo, junio y julio. Ni IVA, ni IGIC, ni retenciones, ni Impuesto sobre Sociedades, ni IRPF ni nada. A buscar dinero a otro lado.

Pero luego pienso que, si hago tal cosa, acabaré incluido en la lista de sospechosos habituales, y que pasaré a ser imputado por algo, simplemente por escribir una historia. Y entonces, como por arte de magia, la boca del tubo vuelve a aparecer.

Consecuencias de una vida presidida por el miedo, en la que todo aquello que nos impulsó a dedicarnos a esta tarea, hace tiempo se evaporó.

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