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Venga, vamos a escribir una novela. Chiquitita, de un par de páginas sólo, pero por aquello de aprovechar el domingo.

Porque decíamos ayer que hubo un tiempo en que España era Cádiz, cuando el simulacro de imperio francés nos tenía allí empotrados, tratando de terminar con lo que quedaba de resistencia al invasor. Pero en realidad no era exactamente así. España no era Cádiz. Tal vez fuese mejor expresarlo diciendo que el espíritu de España se encontraba en Cádiz.

Porque España era, según el artículo 10 de la Constitución de 1812, lo siguiente:

“La Península con sus posesiones e islas adyacentes, Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina (por Molina de Aragón), Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias, con las demás posesiones en África.”

Hasta ahí, vale. Pero luego seguía diciendo…

“En la América septentrional, Nueva-España con la Nueva Galicia y Península del Yucatán, Guatemala, provincias internas de Oriente, provincias internas de Occidente, isla de Cuba, con las dos Floridas, la parte española de la isla de Santo Domingo y la isla de Puerto-Rico, con las demás adyacentes a éstas y al continente en uno y en otro mar. En la América meridional, la Nueva-Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata, y todas las islas adyacentes en el mar Pacífico y en el Atlántico. En Asia las islas Filipinas y las que dependen de su gobierno.”

Chiquita peña.

Vale, pues vienen los franceses a invadirnos y… ¿quién nos echó una mano?

Los ingleses.

Por eso Wellington, anteriormente Wellesley, es hoy Grande de España, dicho sea de paso. Tuvieron que venir, porque si Francia se hubiese quedado con España, Inglaterra se hubiese quedado aislada completamente, algo que temían enormemente. Otra cosa es que, por el camino, aprovechaban para dejar el país como un solar, destruyendo todo lo que encontraban a su paso, pero supongo que será el coste de no resolver nosotros nuestros propios problemas.

En cualquier caso, lo ocurrido es realmente notable: los ingleses ganan a españoles y franceses en Trafalgar en 1805, destruyendo de paso nuestra valiosa flota en un tiempo en el que las comunicaciones por mar eran esenciales para un imperio oceánico como el español. Tres años más tarde, en 1808, vienen los ingleses a echarnos una mano contra los franceses y a medida que se marchan, aprovechan para destruir todo lo destruible en el país.

Un poco lío, ¿no?

Lo que yo me preguntaba era… ¿qué pasa con todo ese montón de españoles (que lo eran) de América? ¿No podían haberse movido los virreyes para reclutar gente y barcos y venir aquí a echar a los franceses, en lugar de depender de extranjeros para seguir siendo independientes?

Porque al final tuvo que ser el pueblo de la España peninsular, el sufrido pueblo siempre, el que una vez más se levantó contra el ejército más poderoso de Europa para echarlo a patadas, en varios episodios increíbles por el que nadie en Europa daba un duro.

Pero lo que me llama la atención es el hecho de que, con los inútiles de reyes que teníamos secuestrados en Francia (hoy esos dos, que tenían plenos poderes, no serían capaces de dirigir una Asociación de Vecinos), en España se forma un vacío de poder. Se crean las Juntas Supremas, entre otras la de Canarias, para llenar dicho vacío de poder, y se redacta la constitución de 1812, en plena guerra (estoy resumiendo). Vienen representantes de todos los rincones de la España de entonces. Incluso hay un miembro del Consejo de Regencia nacido en Nueva España, es decir, mexicano, Miguel de Lardizábal y Uribe.

Y… ¿a nadie se le ocurre que América puede echar una mano para echar a los franceses?

Tal parece ser la intención del manifiesto del susodicho Consejo de Regencia a los americanos, misiva firmada por Lardizábal entre otros, y que parece invocar a la colaboración de todos los territorios de España para la defensa y para el futuro crecimiento.

Lejos de ello, la invasión napoleónica sirvió para todo lo contrario: para azuzar la secesión de los territorios americanos aprovechando el vacío de poder efectivo.

Si América hubiese colaborado, con Napoleón fuera de España, tal vez reinaría un rey. O tal vez no. Tal vez hubiésemos mantenido la moneda, o tal vez se hubiese formado un club de petanca. O de lucha canaria, yo qué sé. Pero expulsado al invasor por medios propios, seguro que se hubiese matado un cochino y se hubiese puesto sobre la mesa un garrafón para discutirlo, sospecho. ¿No?

Pues no.

Y esa es la novela.

La novela es que… si todos esos virreinatos riquísimos, aisladísimos y, hasta aquel momento, españolísimos, hubiesen tomado conciencia de sí mismos para venir a España, que fue la que creó las sociedades que entonces progresaban allá, a echar una mano, tal vez, digo tal vez, el mundo hubiese sabido que con España no se juega

Seguramente hoy serían independientes, como de hecho lo son. Pero no habrían hecho las tonterías que han hecho.

Por ejemplo, tras echar a los españoles de Perú, José de San Martín envió a dos tipos a pedir perras a Inglaterra para pagar los gastos de la guerra. Algo curioso. Ya tenían el oro del Perú, que supuestamente hizo rica a España, pero ellos pidieron 650.000 libras a los ingleses. Bien, pues de esas 650.000 libras, llegaron a Perú 244.000. El resto se quedó en el camino en forma de comisiones y mandangas. Ese fue el primer préstamo, que se devolvió catorce veces. Luego vinieron millones. Pues así comenzó todo.

Si América hubiese defendido a España, en lugar de desgarrarla, seguramente la conciencia de grupo habría tenido algún efecto en las respectivas sociedades que se formaron a continuación. Probablemente hoy España no sería el rosario de plañideros y plañideras mimosas que es. Y seguramente América no sería tampoco lo que es, un lugar pobre, fraccionado, inseguro, carente de identidad propia, no así de orgullo, pero sí completamente desnortado. Una tierra totalmente irrelevante para el planeta y para sí misma (no para los chinos, ojo), en la que el paradigma del triunfo allá es ir a comprar ropa a Miami, a ser posible en avión privado.

Es curioso como a quien hace eso se le respeta profundamente, ya sea un empresario de éxito o la hija de un dictador fallecido. Incluso se ve como algo natural que su dinero esté en dólares y en Miami.

Sólo hay que escuchar “La Gozadera”, que habla de los “todos” los latinos sin incluir a España. Algo que Miami me confirmó…

Curioso.

Miami puede ser latina. O hispana. Pero también es la tercera ciudad de Estados Unidos. Y su moneda es el dólar. Y sus impuestos también son en dólares. Al que va allí a guardar su dinero a buen recaudo, e incluso se compra casa, no se le ve como el que saca los réditos de un país americano para ir a la potencia planetaria, es decir, esquilma lentamente su país para enriquecer a otro ya bastante rico. Normal, cada uno hace lo que quiere con su dinero, que para eso es suyo.

Sin embargo, a España se le obliga a pedir perdón por la conquista de cinco siglos atrás, y se le culpa de que la pobreza de Hispanoamérica provenga… no de esos que llevan ahora el dinero a Miami en aviones privados, sino de que en el siglo XVII se pagara el quinto real, es decir, el veinte por ciento de lo extraído en América en forma de impuestos.

Es lo que ocurre cuando no creces, ni tomas conciencia de ti mismo ni maduras lo suficiente para darte cuenta de que, al final, uno es la consecuencia de sus actos y decisiones. Y que culpar a los demás no es sino una coartada.

La puerta para que el mundo hispano tome conciencia de sí mismo está abierta siempre, pero nadie parece querer cruzarla. Los egos que hay en juego son demasiado profundos, demasiado antiguos. Demasiado hispanos.

Al fin y al cabo, los apellidos son los apellidos.

Y al fin y al cabo… esto no es más que una mini novela.

 

 

 

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