BAJO LA LLUVIA

Noche de viento y suficiente frío como para no permanecer a la intemperie más de lo estrictamente necesario. La Laguna desafía al mes de agosto y a la latitud de una isla subtropical que observa cómo el relente avanza tozudo y pese a quien pese.

Cena para cuatro en un restaurante de esos que han pasado a formar parte del parque temático de restauración en que se ha convertido el casco histórico, y reencuentro con amigos que un buen día, hace ya años, marcharon a trabajar a otro país. Cuando todos nos encaminamos hacia los sesenta, ellos regresan por vacaciones, cuentan sus cuentos, nosotros los nuestros, recordamos historias eternas y brindamos por un futuro que ya no está tan lejos y que, si todo va bien, algún día compartiremos. Desgranamos los meses y encauzamos nuestras vidas hasta esa atalaya a la que con suerte llegaremos, y mientras ello sucede nos reencontramos con la sensación de estar en casa. Algo que puede ocurrir desde el mismo instante en que conoces a alguien, pero que si se acompaña por el aderezo de los años, de las crianzas, de las luchas laborales, de los logros conquistados y de las inevitables pérdidas, el resultado es la constatación de que somos unos afortunados por haber tenido una vida. Por tener una vida.

Salimos del restaurante, nos arrebujamos en las chaquetas y entre risas y anécdotas nos emplazamos para una próxima vez. Es cuando regresamos a pie hacia el coche que un elemento disruptivo entra en escena.

Un tipo de edad indescifrable, como ocurre con todo el mundo que hoy en día tiene entre veinticinco y cuarenta años, que viste pantalón corto y sudadera, como corresponde a una noche lagunera de verano, y que lleva instalados en sus orejas unos auriculares inalámbricos conectados por bluetooth a algún dispositivo en el que seguramente suena la música. El individuo venía contento, seguramente de trasegar algún que otro vino. Solo, bajaba la calle cantando a grito pelado la canción escogida.

Ya lo ves, la vida es así

tú te vas, y yo me quedo aquí.

Lloverá y ya no seré tuya,

seré la gata bajo la lluvia…

Protegido por La Gata bajo la Lluvia en sus oídos, la canción que Rocío Durcal bordó en su día y que emularon, entre otras, Rosario, Natalia Jiménez o Pasión Vega, el muchacho perpetraba la canción a pleno pulmón, ignorante de su impericia para el canto. Tal vez consciente de ella, pero obviando que los que escuchábamos no podíamos evitar que una sonrisa asomara por nuestras comisuras. Sonrisas que terminaron en abierta carcajada.

Unos se van y otros nos quedamos aquí, porque la vida es así.

Encuentros entrañables de verano que se suceden año tras año y que de repente hacen que todo tenga sentido. En este caso, coronados por un improvisado cantante, un joven de edad indeterminada que desafinaba sin miserias para gritar al viento que lo importante es lo importante.

Que la vida es así.

Impagable.

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