CUENTAS Y CUENTOS

–Lo tengo –, se dijo a sí mismo el muchacho, o la muchacha–. Definitivamente lo tengo…

No esperó. Se sentó frente al ordenador y se puso a teclear sin parar. Días, noches, fines de semana, meses, meses, meses. Terminó. Revisó. Volvió a revisar. Interminable. Pero terminó. Y allí estaba la historia.

–Es brutal –se dijo a sí misma. O a sí mismo…

Y fue a hablar con una agente literaria.

–Veinte por ciento te cobro por representarte –le dijo.

–Bueno –razonó él, o ella–, mejor ochenta por ciento de algo que cien por cien de nada… Firmaron. La agente lo vendió. Lo vendió bien. A una editora grande, de esas que todo el mundo conoce. La editora se asombró con el texto. Este chico, o esta chica, es la bomba.

Y el bombazo. Un millón de copias. Diez por ciento para el escritor, o escritora. Dos pavos por copia. Dos kilos. Guau. Tengo la vida resuelta. Bueno, menos el veinte para la agente. Que son cuatrocientos mil. Me quedan millón seiscientos. Guau.

Llegó mayo. Declaración de la renta. Casi la mitad va para Hacienda. Unos setecientos cincuenta. Bueno… me quedan ochocientos cincuenta.

Pero llega el Patrimonio.

–Has de pagar patrimonio, porque tienes mucha pasta, tío. O tía.

–No jodas. ¿Cuánto?

–Tanto…

–Joder… ¿todos los años?

–Todos los años, hasta que tu patrimonio baje de no sé cuánto.

–Joder…

–Sí…

La chica, o el chico, lo tenía. Escribió una historia de esas que se enseñan en las escuelas y tal. Entretenida, disruptiva, una obra excepcional. Se vendieron dos millones de copias, a veinte euros la pieza, cuarenta kilos. Ella se quedó con ochocientos cincuenta… menos el impuesto del patrimonio, que ahora ha de pagar todos los años. Un libro así es, seguramente, algo que sucede con mucha suerte y una vez en la vida. Seguramente no volverá a pasar. Ella lo sabe. Él lo sabe.

Sea como sea, la chica, o el chico, ha repartido por ahí treinta y nueve millones y pico, entre imprentas, editoras, transportistas, librerías, comisiones y mandangas. Pero ahora, si conserva sus ochocientos y pico mil euros de una obra que ha vendido más de cuarenta millones de euros, ha de pagar patrimonio, y si no está de acuerdo, que se prepare para recibir críticas. Porque es un rico, o una rica, y ha de contribuir con los más desfavorecidos.

Tomaba una caña con su amigo, o amiga, que tiene un patrimonio heredado de su familia, y se le queja de lo que ha pagado.

–Tú eres rica. ¿Cómo lo haces para no pagar tanto patrimonio? –le pregunta la escritora.

–Yo no pago patrimonio –contesta la amiga–. Mi riqueza está en sociedades, en patrimonio histórico y cosas que no pagan impuesto sobre el patrimonio.

–¿Y yo por qué pago el impuesto sobre el patrimonio por tener los rendimientos de mi libro? No lo entiendo.

–No te quejes, que eres rica.

–Rica. Sí, sí, eso sí…

Y no se quejó.

Cualquiera explica cómo, tras colaborar con la sociedad con más de treinta y nueve kilos, como consecuencia de lo que sacó de su cabeza sin ayuda de nadie tras días y noches de desvelo y mucha suerte, de repente había pasado a ser una persona en el centro del objetivo de muchos.

El sistema defiende a los que tienen patrimonio histórico, como cuadros de artistas conocidos, mansiones históricas, o sociedades en determinadas condiciones (así lo establece el reglamento del Impuesto).

Pero yo, sin embargo, defiendo que no podemos establecer un sistema que desincentive la creación de lo que sea. Da igual que sea un libro, un cuadro, una banda sonora, llenar un estadio de gente o tallar una escultura única. Porque eso es penalizar el éxito.

Y es que contribuir es una cosa.

Y penalizar el éxito, otra bien distinta.

Y eso es lo que supone el tan traído y llevado Impuesto sobre el Patrimonio de las Personas Físicas.

Una exención del éxito de tus antepasados, materializado en bienes considerados históricos y en sociedades en determinadas condiciones.

Y una penalización del éxito propio.

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