DECADENCIA

Es una historia antigua. Te dan a escoger entre dos personas, para ver a quién prefieres como líder de tu país. El primero es fumador, bebe whisky, nunca se levanta antes de las 10 de la mañana, le gusta la albañilería y tiene sobrepeso. El otro es comedido con sus costumbres, madrugador, trabajador, asceta y abstemio.

Lógicamente, todo el mundo escoge al segundo por sus cualidades y costumbres comedidas, y entonces te explican que el primero sería Churchill. Y el segundo, Hitler.

Cuando Neville Chamberlain, a la sazón Premier británico, regresa de negociar una precaria paz con los nazis, Churchill realiza una interpelación parlamentaria y se dirige a Chamberlain en unos términos que han pasado a la Historia.

–Le han dado a escoger entre el deshonor y la guerra. Usted ha escogido el deshonor. Por tanto, ya tiene el deshonor. Ahora tendrá la guerra.

Y así fue. Unos 56 millones de muertos fue el saldo de la contienda.

La gran fortaleza de Occidente son precisamente sus debilidades, que en nuestra cultura se ponen de manifiesto a diario de diversos modos. A través de películas, de humoristas que hacen mofa de todo, de crítica pública, de crítica publicada, de mil maneras y formas. De este modo, las vergüenzas de una sociedad sana se airean en público, creando opinión, debate, formando diversos flancos, grupos, partidos, desengañados, ilustrados, iluminados, vendepatrias, y ya puestos comprapatrias también, declaraciones de intenciones, manifestaciones, huelgas, crisis y demás. A veces nos vemos desbordados por errores de los poderes públicos, de los poderes económicos, por la situación de la ecología, o por la situación de desarrollo desigual del planeta, donde tantos y tantos lugares son tan hostiles para el crecimiento. Somos puestos a prueba con retos, como por ejemplo una inmigración que supone un verdadero desafío para nuestras acomodadas sociedades. Y en este artículo no me refiero a España, sino a todo Occidente.

Invariablemente surge alguna persona o algún grupo que sabe leer el partido, que es capaz de levantar la cabeza y sacarla del agua, para realizar algún análisis que haga razonar a la mayoría.

Y siempre hay alguien que se levanta y se presenta como una alternativa por sus ideas, su arrojo, su carácter, sus propuestas o, simplemente, sus bemoles. Líderes empresariales, sindicalistas, políticos, músicos, actores, deportistas. Esto es algo que provoca giros, cambios de timón, de costumbres, de tradiciones.

También vemos como determinada gente protesta, porque son nostálgicos del pasado. Les gusta el orden ya prescrito y mantienen su espacio, como todos los demás. Sus medios de comunicación, sus seguidores. A veces, son precisamente estos nostálgicos quienes denuncian que una sociedad puede encontrarse a la deriva, y que no todo lo anterior fue necesariamente peor. Efectivamente, todo el mundo es necesario en una sociedad viva. Ellos también.

El debate no cesa.

Eso es, precisamente, lo que define una sociedad palpitante, que a veces quema contenedores, a veces rompe cristales y a veces escucha al que tiene el micrófono. Al final, todo se suele reconducir tras muchos gritos, declaraciones o puestas en escena, normalmente con acuerdos, tácitos o expresos, hasta la siguiente crisis que sin duda llegará.

Me acuerdo de tiempos pretéritos, hoy revisados, en que determinados dirigentes de determinados países hablaban de la decadencia de Occidente. La eterna, interminable decadencia de los países que toleran el alcohol, las drogas, el ruido, la libertad, la música estridente, las modas disruptivas, los cambios sociales, la evolución en los papeles de las personas, sea cual sea su origen, su filiación, su riqueza o su responsabilidad.

Y en los años que llevo deambulando por este planeta he podido observar que la decadencia real sería, paradójicamente, desterrar de todo aquello que se considere decadente. Porque nuestro modo de vida nos hacer revisar nuestros principios de forma permanente, escuchar al disidente, defender una postura y a veces luchar por lo que creemos que es lo correcto.

El totalitarismo crece, y rechaza mucho de lo que somos porque nos contempla desde el poder del omnipresente, de quien dice lo que está bien o mal, lo que se puede opinar o no. De quien afirma lo que se puede hacer o no. De lo que se debe hacer o no se debe hacer.

En España hemos estado ahí muchas veces, porque somos un país muy viejo. Hemos pasado de no ser nada a ser invadidos varias veces, para luego liberarnos, llegar gobernar medio mundo y, de nuevo, a ser irrelevantes. Hemos tenido gobernantes y líderes sociales que han liderado bien, y otros que no. Que han querido pintarnos a todos del mismo color, algo conseguido durante un tiempo, pero que a la larga es una actitud que palidece ante la discusión abierta.

Hoy, la amenaza vuelve a ser nuclear. Un camino hacia ningún sitio. Y este Occidente decadente se parece mucho más a la aldea de Astérix que a una marcha militar, algo que se me antoja un tesoro que el mundo libre debe estar dispuesto a defender hasta sus últimas consecuencias.

Por el camino se perderán vidas y haciendas, mejor vámonos haciendo a la idea.

Pero Occidente funciona con mentalidad de colmena, y es capaz de absorber casi todo. Los líderes se cambian, llegan nuevos con nuevas ideas, las costumbres evolucionan, y la sociedad se convierte en una masa resiliente.

Se instala una pregunta en mi mente:

¿Sobrevivirá nuestra bendita decadencia?

 

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