DUELOS Y QUEBRANTOS

“Yo he perdido relojes en raciones de callos”

Leo Harlem

 

Y es que, no es por casualidad que el Quijote comienza diciendo aquello de…

 

“… Una olla más de vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda…”

 

Podría considerarse a los duelos y quebrantos como el precursor de los huevos rotos, si bien preparado al estilo manchego. A dicha mezcla, comprensiva de huevos, tocineta y chorizo, aún no se le había añadido ese gran invento consistente en tirar una papa picada en aceite hirviendo para añadir a la mezcla. Eso llegaría más tarde, y con ella la tortilla de papas, que puede tener dos ingredientes (huevos y papas), tres (cebolla), cuatro (perejil), cinco (chorizo) y así hasta “n”, cuando “n” tiende a infinito. Hay hasta quien mete guisantes, hay que ser bruto, coño. Lo cierto es que, siendo las instrucciones para su elaboración tan sencillas, no hay dos tortillas de papas iguales, y se puede realizar un viaje gastronómico por España para probar tortillas sin repetir. Igual que no hay dos arroces iguales, da igual que sea caldoso, de paella valenciana, de arroz negro o de arroz abanda. La mano de el/la artista es siempre la clave, y aquí el arte sobra. El negro viene de los calamares, que a veces se preparan en su tinta, a veces a la romana, a veces compuestos y a veces, tras pasarlos por planchita, se meten en un pan y son acompañados por una caña que tira alguien con la pericia de quien opera a corazón abierto. En mi opinión, tirar una caña debería ser objeto de grado universitario, con sus cuatro años de estudio, sus exámenes, sus créditos, sus prácticas y con foto de fin de grado. La caña a veces acompaña a los caracoles, que en España llevan una salsa imposible de comer sin un pan de pueblo. Algo que, por si solo, ya se constituye en almuerzo. Y otras veces acompaña a unas bravas que hay que comerlas con el debido respeto. O sea, de pie. A su lado unos boquerones, tal vez mejillones o una ensaladilla. La ensaladilla, ese plato que también tiene pocos ingredientes, pero que tampoco hay  dos iguales. Alguien debería estudiar eso. Combinaciones infinitas de tres ingredientes. O cuatro. O cinco, o “n”, donde a veces, a alguien se le ocurre meter, como “n-1”, a los guisantes otra vez. Inexplicable. Los guisantes hay que componerlos y convertirlos en arvejas, caray. Con su pan frito, su medio huevo duro, su panceta… sus cositas. Y su vaso de vino al lado, claro. Del caldero directamente saben mejor. Igual que un cocido madrileño, un puchero o un cocido maragato no se pueden comer en un plato, sino en una bandeja, hasta ahí podíamos llegar. Con el cachopo pasa algo similar, pero en este caso no es una cuestión de estilo, sino de física. Un cachopo no cabe en un plato. Se saldría por los dos lados y eso quedaría feo. Es preciso cuidar el estilo, como hacía el mesonero castellano que partía el cochinillo con un plato para luego tirarlo al suelo y romperlo, mientras repetía la liturgia que precedía a tan magno acto. El cuidado del fuego en el chuletón, del horno en el cordero o de la brasa en la calçotada. El cuidado en el punto del gazpacho, del salmorejo cordobés o de la sopa de ajo castellana. No se puede comer el pulpo demasiado blando, ni demasiado duro, y personalmente me da igual si a la empanada gallega le metes ese pulpo, atún o sardinas. Unas sardinas que en forma de espeto, en cualquier playa de Andalucía, te hacen perder el sentido… casi replantearte los cuatro puntos cardinales. Un atún que, en marmitako, compite con el pil pil del bacalao, o con las kokotxas en salsa verde por ganar un puesto en la disputada mesa. El bacalao puede ser al ajoarriero, la fabada puede ser… puede ser y punto. Las verduras en forma de pisto manchego o de escalibada, nuestro conejo en salmorejo son tan importantes como las papas a la importancia, y la chuleta de Ávila sobrevuela lo antedicho meneando su cabeza a derecha e izquierda. “Aficionados”, parece decir. La olla podrida es la apuesta burgalesa para desbancar a las atascaburras, ante la indiferente mirada del lacón con grelos, que juega en otra liga. Una donde sólo están ellos. No puedo evitar pensar en quien se juega la vida para sacar unos percebes que hacen lo posible por esconderse, pero que cuando llegan a la mesa se erigen en una fiesta de los sentidos. Esos sentidos de agua salada, olas y viento que la ostra matiza con la delicadeza de una perla. El bacalao vuelve a reinar en la purrusalda, y los judiones de La Granja ponen contundencia al comensal, que tal vez se vea necesitado de chicha tras probar un platito de jamón ibérico. Suele discutir con el pote asturiano por tamaña tarea, pero ahí ya estamos contando enzimas digestivas, porque los asturianos son España, y lo demás, como todo el mundo sabe, mero territorio conquistado. Si no te conquistan unas angulas o unos chopitos, háztelo mirar, tal vez seas de los que necesiten un simple arroz con leche para sentar las madres. Aunque sería difícil que dijeras que no a unas torrijas que piden un café, en este caso colombiano, antes de recostarte en la silla y preguntarte: ¿Qué ha pasado aquí?

Pues la vida, que en España discurre entre comida y comida.

Y entre tertulia y tertulia.

Feliz fin de semana.

Gastronómico, por supuesto.

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