PALABRAS MÁS, PALABRAS MENOS…

Decía el gran Gila que la comunicación ya no es lo que era. Que antes, cuando un chiquillo no quería comer, el padre le decía “o te lo comes todo o te llevas un cogotazo”, y claro, él se lo comía. Su interpretación de los hechos era impagable. “Claro, se entendían las cosas porque había comunicación. Se hablaban las cosas”, razonaba el humorista.

No, mira a ver…

Gila conseguía dos cosas. Por una parte, dejar claro que aquella forma de educar era manifiestamente mejorable, algo de lo que él era consciente. Lo que está claro no necesita explicación. Por otra, aplicaba la ironía a una situación de abuso, sacando una sonrisa donde normalmente se debería sacar una mueca de rechazo. O de lo que usted quiera.

Esta ironía, revisada y aumentada, la volvía a mostrar cuando explicaba que él mismo fue fusilado en la guerra. Pero, por lo visto, los soldados del pelotón de fusilamiento eran unos paquetes y no apuntaron bien. Él se hizo el muerto y salió de aquello. “A mí no me pueden fusilar más, porque ya me fusilaron una vez”, explicaba tranquilamente de un modo que, por una parte, denunciaba lo denunciable y, por otra, nos volvía a sacar otra sonrisa.

Tal vez sea el sentido del humor la mayor riqueza del ser humano.

Echo de menos esa capacidad para analizar las cosas que suceden. Sin filtros, para luego explicarlas de un modo que todo el mundo entienda, sin agresividad, pero que remueva las conciencias acerca de lo que está bien y lo que está mal, provocando, por otro lado, las sonrisas que tanto escasean. Eso es un arte.

En los tiempos presentes, se tiende más al eufemismo. “Hay problemas de agenda” quiere decir que no quieren atenderte. “Este médico es muy científico” quiere decir que mucho ojo clínico no tiene. Si algo es “manifiestamente mejorable” (ver más arriba), quiere decir que es una mierda. “Déjalo por aquí que lo estudio” quiere decir arranca y no des el coñazo.

Está bien, no digo que no, pero yo aprecio mucho que se eleve el debate por encima de las convenciones, como forma elegante de desarmar al oponente.

Corría 1893 en Londres, y una ola de puritanismo parecía haberlo invadido todo. Laura Ormiston, fundadora de la Liga por la Pureza Social, era una brillante oradora que abogaba por cerrar los music hall de la ciudad y por implantar la ley seca. A ello se oponía Churchill, que por aquel entonces solo contaba con 19 años, y que en oposición a Ormiston creó la Liga de Protección de la Diversión.

En plena refriega, la discusión subió de tono.

–Si yo fuera su esposa –dijo la activista encolerizada en público–, le pondría veneno en el café.

En los tiempos que corren, la respuesta sería algo así como “tomo nota de lo que me dice y doy traslado a la fiscalía, por si fuera constitutivo de delito, porque esto es intolerable. Solicito además su reprobación pública…”, o algo así.

Al margen de la cuestión de fondo, en la que cada cual puede pensar como prefiera, Churchill echó mano de la fina ironía en su respuesta.

–Pues si yo fuera su marido –contestó–, sin duda me tomaría ese café.

Cuestión de estilos, supongo.

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